Septiembre de 1975. Las últimas mujeres condenadas a muerte por Franco
Público/Blog Verdad, Justicia y Reparación
Por Rosa García, miembro de La Comuna.
Presiento que tras la noche
vendrá la noche más larga.
Quiero que no me abandones,
amor mío, al alba
Al Alba, de L.E. Aute
Esta canción de amor, compuesta por Luis Eduardo Aute, se convirtió en un himno de homenaje a los últimos fusilados del franquismo, aquel 27 de septiembre de 1975. Cosas del dolor y la rabia que inundaron los corazones de las personas de bien en todo el mundo ante el último y cruel zarpazo de la dictadura de Franco.
En 1975, la dictadura se encontraba con la dificultad de seguir manteniéndose en el poder sin Franco, que ya estaba muy enfermo, haciendo frente a una fuerte crisis económica que amenazaba su pretendida “estabilidad” y “paz social”. También tenían que combatir la fuerte presión de las luchas contra el régimen franquista que habían ido aumentando considerablemente al ampliarse la base social del movimiento antifranquista. Porque a los obreros y obreras, que habían llevado el peso fundamental, se les habían unido otros sectores que hasta el momento habían permanecido al margen. A las huelgas y paros de grandes empresas del sector del metal, del textil, de la construcción, se añadía la incesante movilización universitaria y estudiantil junto con un combativo movimiento vecinal que luchaba por mejorar las condiciones de vida en los barrios obreros, con las mujeres a la cabeza, y una amplia contestación de artistas, escritores, cantantes… Paralelamente, grupos armados como ETA (y después, aunque en menor medida, el FRAP), mantenían un pulso contra el aparato del Estado, con golpes como el atentado contra Carrero Blanco, delfín de Franco, realizado dos años antes. En ese mismo año, destacaron la huelga de actores y actrices por la función única en la que hubo varios detenidos, y la de médicos contra la implantación del MIR, así como la detención de once oficiales de las fuerzas armadas que formaban parte de la Unión Militar Democrática, una organización clandestina. Esto último causó terror entre los franquistas: los “rojos” habían llegado a uno de sus pilares básicos, y la Revolución de los Claveles que había depuesto al dictador Salazar en Portugal, en abril de 1974, estaba demasiado cercana.
Para cualquier antifranquista participar en estas luchas entrañaba un gran riesgo porque la represión fue aumentando a la par que las protestas. La falacia de que en el tardofranquismo la dictadura se había ablandado es tan grande como que se pasó de la dictadura a la democracia sin un atisbo de violencia (Calvo dixit). La prueba está en que se produjeron decenas de asesinatos a manos de las fuerzas represivas del régimen (Guardia Civil y Policía Armada) y aumentaron considerablemente las detenciones y procesos judiciales contra los luchadores demócratas (1) –previo paso por las torturas de la Brigada Político Social–, con imposición de multas, condenas de cárcel y condenas a muerte. Sí, el régimen siguió utilizando durante toda la dictadura la pena máxima contra los antifranquistas: en 1963 contra Julián Grimau, Joaquín Delgado y Francisco Granado; en 1974 contra Salvador Puig Antich. Y las últimas, el 27 de septiembre de 1975, dos meses antes de la muerte del dictador.
Entre el 28 de agosto y el 19 de septiembre de 1975 se sucedieron cuatro Consejos de Guerra sumarísimos en los que se dictaron ¡¡once condenas a muerte!!. En el primero de ellos, realizado en Burgos, condenaron a muerte a Ángel Otaegui Echeverría y José Antonio Garmendia, militantes de ETA. En el segundo, celebrado en El Goloso (Madrid), se impusieron tres condenas a muerte contra Xosé Humberto Baena Alonso, Manuel Blanco Chivite y Vladimiro Fernández Tovar, militantes del FRAP. En el tercer consejo de guerra (2), celebrado también en El Goloso una semana después, se dictaron cinco penas de muerte contra José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz, Manuel Cañaveras de Gracia, Concepción Tristán López y María Jesús Dasca Penelas, militantes del FRAP. En este juicio fueron expulsados, a punta de pistola, todos los abogados defensores, que tan solo un día antes habían recibido el sumario de manos del juez militar. Se les había dado ¡cuatro horas! para leer un expediente de casi 300 páginas, entrevistarse con los acusados y presentar el escrito de defensa y la petición de pruebas (3). El último consejo de guerra se celebró en Barcelona, fue condenado a muerte Juan Paredes Manot, “Txiki”, militante de ETA.
Estas condenas a muerte desataron una oleada de indignación y rabia con numerosas acciones por todo el país, en especial en Euskadi, que fueron reprimidas brutalmente; así como una enorme movilización internacional contra la dictadura franquista como no se conocía desde los años cuarenta. Se retiraron los embajadores, y el régimen franquista quedó aislado internacionalmente, aunque no le faltó la ayuda inestimable de EEUU.
Tras la confirmación de las sentencias por parte de las capitanías generales de Burgos, Madrid y Barcelona, el 26 de septiembre, Franco y su gobierno (4), presidido por Arias Navarro, conocido como el “carnicero de Málaga” por su papel como fiscal en la sangrienta represión franquista de la guerra y postguerra, dieron el enterado a cinco sentencias de muerte contra Otaegui, Baena, Sánchez Bravo, García Sanz y Txiki, que fueron asesinados al amanecer del 27 de septiembre.
En medio del recuerdo de estos “asesinatos legales”, como los denominó Miguel Castells, abogado de Vladimiro, habría que resaltar el hecho de que entre los condenados a muerte había dos mujeres: Concepción Tristán y María Jesús Dasca.
Concepción, Concha, era enfermera, había nacido en Ciudad Real y trabajaba en la sanidad pública en Madrid. En su militancia en el FRAP y el PCE (m-l) había participado en los piquetes sanitarios que acompañaban a los manifestantes en previsión de que hubiera heridos –algo bastante frecuente porque las fuerzas represivas disparaban ante la menor sospecha–, y también había desempeñado otras tareas organizativas. En el momento de su detención, a finales de agosto de 1975, tenía 21 años y estaba embarazada, lo que no fue ningún óbice para sufrir malos tratos y torturas. Años después, contaba que ya entrando por los pasillos de la DGS varios policías se habían abalanzado sobre ella propinándole puñetazos y patadas: “Ninguna parte de mi cuerpo quedó libre de los golpes”. Le amenazaron con que no iba a salir viva de allí. Contó también que Conesa intentó hacer de poli-bueno, pero no se libró de sus tirones de pelo, golpes y puñetazos, dejándole la marca de su anillo en la cara, como atestigua la fotografía de ella que publicó la prensa. A primeros de septiembre fue conducida a la cárcel de mujeres de Yeserías donde permaneció en celdas de aislamiento casi todo el tiempo. Apenas pudo compartir unos pocos días con el resto de las presas políticas. Concha estaba tranquila, muy serena y, como el resto, esperanzada con el resultado de las movilizaciones contra las penas de muerte. Su abogada defensora, Francisca Sauquillo, hizo constar su embarazo (5) para intentar conseguir una condena menor. No hubo tal. Los franquistas ya habían asesinado a mujeres embarazadas y no les iba a temblar el pulso. El 26 de septiembre supo que su condena había sido conmutada por pena de prisión, pero que tres de sus camaradas iban a ser ejecutados a la mañana siguiente. En la soledad de su celda pasó esa larga y angustiosa noche. Después, fue trasladada a la cárcel de Alcalá de Henares. Dio a luz a su hija, en 1976, en la cárcel de Yeserías que era donde había paritorio y sección de madres, y en agosto de ese mismo año volvió a pasar 72 días en celdas de castigo por haber subido al tejado de la prisión con una pancarta en la que se pedía amnistía total. Salió de prisión en 1977, precisamente con la ley de Amnistía. Siguió ejerciendo su profesión y luchando contra las injusticias. Murió en febrero de 2009, a los 54 años.
Ellas y ellos fueron condenados sin pruebas ni garantías procesales. La indefensión de los acusados fue tal que los observadores internacionales no cabían en su asombro. El régimen franquista moría como había empezado, matando. Podría haber sido cualquier antifranquista porque les daba igual a quiénes o a cuántos. “No se verán nunca hartos de sangre mientras que estén en el poder” escribió Florencio Soto a su mujer, antes de ser fusilado en 1940. Acertó (6).
Ninguna de las dos mujeres pudo ver anuladas sus infames condenas ni encarcelados sus torturadores y jueces porque la Ley de Amnistía, que les permitió salir de la cárcel, llevaba un artefacto escondido: un artículo que también concedía la amnistía para todos los responsables de la represión franquista. Y explotó como una ley de punto final ante todos los que habían arriesgado su vida y las de los suyos por luchar contra la dictadura, por la República, la democracia y la libertad. A día de hoy, la justicia de esta parca democracia monárquica se sigue agarrando a ese artefacto engañoso para negarse a enjuiciar los crímenes de lesa humanidad cometidos durante una de las más sanguinarias dictaduras del mundo. Vergüenza debería darles, si la tuvieran.
Por estas y tantas otras mujeres valientes que no se resignaron al papel que les habían querido imponer –calladas, resignadas, ausentes– y lucharon con todas sus fuerzas contra toda opresión es por lo que merece la pena tener memoria y conseguir justicia y reparación. Recordarlas y reconocerlas. Queda mucho por conseguir y quedan muchos nombres por rescatar del olvido. En eso estamos. Por ellas y ellos seguimos.
Notas
(1) J.J. DEL ÁGUILA. El TOP, La represión de la libertad (1963-1977), Barcelona, Planeta, 2001. pág. 260
(2) El segundo Consejo de Guerra de El Goloso estaba compuesto por los siguientes militares: Presidente, coronel de caballería, Ricardo Oñate de Pedro. Vocal ponente, Carlos Rodríguez Devesa, comandante auditor. Vocales: el capitán de caballería José García Guerrero, capitán de artillería Pedro Sánchez Castro y capitán de ingenieros, José Miguel de la Calle (nombrado Jefe del Mando Logístico del Ejército de Tierra, en 2008, siendo ministra de Defensa Carme Chacón). Los capitanes Julio Nieto González y Fernando Redondo Díaz actuarían como suplentes. El fiscal fue el coronel Agustín Puebla Fernández.
(3) FRAP. 27 de septiembre de 1975. Equipo Adelvec. Colección Documentos. Madrid, Ediciones Vanguardia Obrera SA, 1985. págs. 151-172.
(4) El Gobierno de Arias Navarro en septiembre de 1975, que dio el “enterado” de las cinco sentencias de muerte estaba compuesto por: Antonio Carro (después fue diputado por Alianza Popular), Santos Blanco, Nemesio Fernández Cuesta, Martínez Esteruelas, Rodríguez de Miguel, Alejandro Fernández Sordo, Licinio de la Fuente, Pedro Cortina Mauri, Joaquín Giménez Cano, Tomás Allende y García Baxter (después fue presidente de Telefónica), Rafael Cabello de Alba, Ruiz Jarabo y cinco militares-ministros: León Herrera, José Solís, Francisco Coloma Gallego, Gabriel Pita da Veiga y Mariano Cuadra Medina.
(5) El doctor Ángel Sopeña Ibáñez, extraordinario ginecólogo, progresista e impulsor de los métodos anticonceptivos y comprometido defensor de los derechos de las mujeres, atendía a las presas en la cárcel de Yeserías. Él fue quien certificó que Concha y Xussa estaban embarazadas para evitar que fueran ejecutadas y quién peleó para que la mujer de Sánchez Bravo, también encarcelada y embarazada, saliera de prisión. En 1975 presentó su dimisión en protesta por las condenas de muerte.
(6) “El tabú de la represión franquista y la carta que Florencio escondió en su ropa antes de ser fusilado en Toledo”. Fidel Manjavacas, en toledodiario.es (14.04.2019). Recogido por A. Torrús para Publico.es en “Cartas de amor y esperanza en una cárcel franquista a la espera de tu fusilamiento” (03.09.2019)