Fallece a los 92 años Salvador Guzmán, uno de los últimos supervivientes de ‘La Desbandá’
Público/Borja Díez
Dedicó su vida a recuperar la memoria de uno de los sucesos más trágicos de la Guerra Civil.
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Guzmán Guzmán, en el monumento del cementerio de San Rafael. B.D.
Fallece por causas naturales a los 92 años Salvador Guzmán, uno de los supervivientes del trágico episodio de la Guerra Civil conocido como La Desbandá (el éxodo provocado por la entrada del ejército franquista en Málaga, que movilizó hasta 150.000 personas, en su mayoría mujeres y niños) y activo colaborador de las asociaciones memorialistas para recuperar los relatos de la represión.
Las puertas de su casa siempre estaban abiertas. Apoyado en su bastón y sin dejar nunca de sonreír, Salvador Guzmán recibía sin cesar en su morada a periodistas y curiosos. Hablaba sin parar y se mostraba cordial a todo el que se dirigía a él. No escatimaba en cuidado a su allegado. “Nene, ¿quieres un café?”, espetaba a todo el que se acercaba a él. Trataba con todo su cariño hasta al más extraño de los visitantes.
Los últimos años de su vida los pasó vagando por la Alameda de su Coín natal y su campo, y cuando podía resistir al dolor que le provocaban sus débiles huesos, asistía a todos los eventos que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica celebraba. Su empeño en ayudar a reconstruir el pasado de su país era constante. Se negaba a dejar huérfano a la historia.
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La flaqueza propia de la edad no le impedía seguir mirando por su mujer como el primer día de casados. Paseaba junto a sus cultivos arrastrando los pies y disfrutando de cada árbol que él mismo había cuidado hasta que la salud se lo permitió. En cada visita a su huerta acumulaba cajas y cajas de fruta para sus amigos. El hambre de la guerra había despertado en él una fraternidad que atesoró hasta el último de sus días.
Se apagó su fuego
Guzmán falleció el pasado 5 de abril en la más estricta intimidad de su casa, con la única presencia de sus familiares. Atrás deja una vida de angustia en la que no solo tuvo que soportar el peso de mi la supervivencia de La Desbandá y una posguerra que sufrió especialmente, sino el importante reto de devolver al presente la memoria de un pasado que el desconocimiento y el franquismo le arrebataron en primera instancia. Peleó incansablemente para que no quedara en el olvido la historia de su padre y de los que, junto a él, consiguieron superar la huída a Málaga de las tropas del bando franquista, la llamada carretera de la muerte.
El paso de los años no menguó las calamidades de todo lo que tuvo que aguantar. Logró esconder en su afable carácter decenas de años de dolor. Rememoraba su historia a pesar de tener que afrontar el daño de reconstruir su pesadilla. Y lo hacía sin grandilocuencia o atisbo de rencor alguno. Su dulzura se ahogaba en cada relato, en los que la crueldad nunca fue sinónimo de hostilidad o ánimo de venganza.
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Guzmán gustaba de llamarse a sí mismo Nene de la Guerra Civil, como de hecho tituló la serie de libros que ha escrito de sus vivencias. Pero El Rubio, apodo que le encaja más, dejó de ser pronto un niño. Perdió con tres años a su madre y tuvo que aprender a crecer viendo cómo sus primos y amigos tenían una figura materna que les secara las lágrimas y los envolviera en sus brazos. Y un lustro después, fue testigo de una de las escenas más desgarradoras de la historia reciente. Cada vez que oye la palabra Desbandá, su corazón se abarrota de cólera. Henchido de orgullo, contesta que ellos no fueron pájaros, sino seres humanos que huían de la barbarie.
Superada la ruta del horror, donde tuvo que ser testigo de imágenes que no le incumben a un niño de 8 años, Guzmán tuvo que tirar de ingenio y pillería para sobrevivir, algo que le sirvió para el futuro. Porque no solo pasó hambre durante la Guerra Civil, la posguerra fue especialmente dura.
Recordaba con fatídico terror la fecha del 17 de octubre de 1944, cuando un chivatazo llevó a su padre a los paredones del cementerio de San Rafael, donde nunca más lo encontraría. Y ello a pesar de la encomiable y constante labor de Andrés Fernández, el arqueólogo que trabajó incansablemente para recuperar los restos del mayor conjunto de fosas exhumadas en toda Europa. Siempre asomaba una sonrisa cuando oía hablar del hombre que tanto peleó por traerlo de vuelta.
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Soldado de la memoria
El Rubio no dejó nunca de pelear. No solo por sobrevivir (rescataba siempre de sus recuerdos cuando estuvieron a punto de engañarle y aplicarle la ley de fugas), sino por desempolvar de la frágil e incompleta memoria colectiva los acontecimientos a los que tuvo que enfrentarse. “Nosotros no tuvimos un Picasso”, se lamentaba cuando se le preguntaba por qué durante tantas décadas el éxodo de Málaga a Almería de 1937 quedó en el olvido.
Restaurada la democracia, la vindicta nunca pasó por su cabeza. Convivió con la persona que dio el chivatazo de su padre y, hasta su muerte, reclamó justicia sin revanchismos. Su amistad con Francisco de la Torre, regidor de Málaga del PP, lo delataba. “En un acto por la República, alguien intentó golpearle con un mástil y salí en su defensa. De la Torre es una buena persona”, contaba.
Guzmán consiguió transformar todo el tormento acumulado en amor, al que se entregaba infatigablemente. No solo su familia lo sabe de primera mano, sino todo el que haya tratado con él. Su poca familiaridad de las nuevas tecnologías no era ningún impedimento para que descolgara el teléfono en las épocas señaladas: Navidad, 14 de abril, cumpleaños… El Rubio siempre agradecía la compañía y en cada despedida, parafraseaba la clásica copla de la Batalla del Ebro: “Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero”, tarareaba mientras mecía su bastón a modo de adiós.
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El destino no le ha sonreído ni el día de su muerte: falleció en casa a tres días de cumplir los 93 años y sin que su familia al completo pudiera velarlo. Su entierro ha sido íntimo, sin los honores que a un superviviente como él le corresponde, sin la compañía de los suyos. Málaga, Andalucía y España deben a héroes como Salvador Guzmán su empeño por reconstruir el pasado, por no dejar que la memoria oficial encumbre la colectiva de los perdedores. La ciudad le debe, una vez acabe el Estado de alarma, el homenaje que se merece un hombre cuyo corazón no ha tenido un suspiro a lo largo de su vida.